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La tiranía de la felicidad
En una época donde todo se mide, se optimiza y se comparte, la felicidad ha dejado de ser una experiencia íntima para convertirse en un mandato social. Ya no se trata de sentirnos bien, sino de demostrarlo constantemente. Mostrar una sonrisa se ha vuelto tan obligatorio como llevar ropa limpia. Lo que antes era un deseo personal ahora es casi un requisito de pertenencia.
El problema no está en querer estar bien, sino en la manera en que esa idea ha sido moldeada. Hoy, parecer feliz vale más que estarlo. Y si no lo estás, eres tú el problema. Las emociones se gestionan como si fueran tareas administrativas, se corrigen como si fueran errores de software. El sufrimiento, la tristeza o el cansancio han perdido legitimidad, y se leen más como defectos de carácter que como respuestas humanas ante realidades difíciles.
A nuestro alrededor, crece un mercado que se alimenta de esa ansiedad por estar bien. Cursos, terapias exprés, libros milagrosos y aplicaciones de meditación prometen la calma como si fuera un botón. La tristeza, en cambio, no vende. El malestar no tiene lugar en esta cultura del rendimiento emocional. Todo lo que no encaje con el ideal de plenitud es etiquetado como disfuncional o tóxico.
Pero hay algo profundamente injusto en esta lógica. No todos tienen las mismas oportunidades, condiciones o contextos para estar “bien”. Aun así, se espera que todos reaccionen de la misma forma, que todos se levanten con la misma energía, que todos agradezcan como si la vida fuera siempre un regalo y nunca una lucha. Esta narrativa despolitiza el sufrimiento y lo convierte en un asunto exclusivamente personal, ocultando las raíces sociales, económicas y estructurales del dolor.
Tal vez el acto más revolucionario hoy no sea sonreír a pesar de todo, sino permitirnos estar mal sin culpa. Aceptar que la fragilidad no nos hace menos valiosos. Reconocer que no somos máquinas de optimización emocional, sino personas que sienten, se equivocan, dudan y, a veces, simplemente necesitan estar tristes. En una sociedad que exige felicidad como forma de obediencia, abrazar el malestar puede ser un gesto de dignidad y de resistencia.
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